samedi 15 septembre 1984

Retorno a la caverna



Aquel que desee ser un estadista sabio, nos dice Platón, debe salir de la caverna de la vida común a la luz del día del mundo ideal; debe aprender a mirar el sol, a conocer y amar el bien. Pero cuando haya contemplado esta educación, ha de retornar nuevamente a las sombras, a los afanes y la aversión de la caverna, desechando, por servicio a sus semejantes, el espectáculo de lo mejor. En el reino de la luz, brilla el sol y el día vibra de gozo; es el mundo que preferimos, el mundo de la belleza y de la esperanza, la morada del alma. Pero desde los habitantes de las sombras, sube un grito mudo en petición de auxilio, de noticias del aire libre y de guía para los tortuosos pasadizos del ocaso. Confusos sonidos de llanto, de contienda, de odio y crueldad, de ruina, vergüenza y desesperación, forman una petición cuyo desafío no podemos desoír; por Piedad, el mensajero de los habitantes de la tiniebla nos convoca los abismos.

La vuelta a la caverna, en cierta forma y en cierto momento, es ineludible si queremos emplear correctamente el tiempo, ya que para obrar correctamente parece esencial que exista un conocimiento del bien; y, sin embargo, la actuación recta implica necesariamente la renuncia, en nuestra vida, a mucho de lo que ese conocimiento del bien nos dice que es precioso.

Es bueno, cuando resulta posible, que los jóvenes tengan libertad y capacidad de decidir su propia vida; pero no es bueno preocuparse continuamente por conservar la libertad. Podemos elegir, dentro de unos límites, qué parte de la maquina social seremos, pero sólo convirtiéndonos en una de sus partes podemos servir a la vida en conjunto. Pues cada vez que hacemos uso debido de la libertad, creamos múltiples lazos; la libertad exterior sólo se emplea sabiamente cuando se rinde. Pero al perder la libertad, no deberíamos permitir que el mundo desdore nuestros ideales o nos obligue a renunciar a la religión que aprendimos en aquel tiempo sin trabas. En la oscuridad de la caverna, no debemos olvidar el mundo dorado de la superficie, pues sólo así mantendremos delante de nuestros ojos la meta distante de todos nuestros trabajos y fatigas. Hay voces en el aire que susurran esperanzas dulces, y por el horizonte asoman las sombras de una belleza prohibida. Y aunque no podemos buscar su morada, porque somos exiliados de la patria de los deseos del corazón, no hemos de perder la luz que aquéllas derraman en nuestro camino.

Pero en un mundo de maldad, donde sólo se nos han concedido unos años breves y fatigosos, resulta imprescindible prescindir de muchas cosas que forman parte de cualquier clase de cielo que podamos imaginar, y que deben formar parte también, si así lo elegimos, de nuestras propias posesiones. Y entre tales cosas, hay algunas que, si el deber se lo permite, podrían ser las mejores. Por eso la austeridad debe impregnar por completo nuestras emociones, ya que ninguna de ellas, excepto el amor por la bondad en sí misma, nos permite un desarrollo completamente libre. De los afectos humanos, y de cualquiera otros, pende esta cruel necesidad. Si, por la fuerza que nace de los actos correctos, o por la comunidad en el dolor y la devoción, es posible encontrar algo que compense la pérdida, es asunto que cada uno de nosotros decidirá según su propia experiencia; lo cierto es, en cualquier caso, que al subordinar el amor a fines más severos perdemos ese precioso aroma de ternura que gozan quienes se conforman con dioses más modestos, pues la excelencia de lo que se debe abandonar impide a muchos comprender la justicia del sacrificio. Sin embargo, por muy grande que sea éste, no carece de compensaciones, si se realiza correctamente. Hay bienes –quizás los mejores entre los que la vida permite- que proceden de la renuncia a los deseos privados, y que sólo están al alcance de aquellos que acogen todo el mal del mundo en su santuario más íntimo.

Cuando el exiliado del reino de los sueños, sin amigos y desconocido, llega por primera vez a la sombría región de los hechos, una soledad absoluta, un sentimiento de irrealidad y de pequeñez de todas las cosas, le oprime y le paraliza. “Los hombres continúan yendo y viniendo; charlan, ríen, se ocupan de sus negocios, persiguen apasionadamente una felicidad fantasmal. ¡Qué extraño!, ¿qué objeto esperan encontrar, digno de tanta actividad? Desde una distancia infinita observo sus movimientos, como si fueran los de una aparición onírica; sus deseos, sus esperanzas y sus metas me resultan tan ininteligibles como los de seres de otro mundo. Solo, infinitamente solo, reflexiono sobre la vida humana. Cuando el deseo y la esperanza mueren, la humanidad se convierte en un enigma que ha perdido la clave. Los caminos del hombre me resultan ajenos; y sus pensamientos, remotamente alejados de mis sueños. Pero ¡ésta es la especie humana! Por esto se sacrifica la vida y nunca se agota el dolor; por esto hay que renunciar a la felicidad; por esto hay que cubrir el alma con un negro velo de agonía, que apenas deja transparentar la luz del sol. ¿Por qué actuar entre fantasmas, por qué hablarles como si fueran de carne y hueso, o trabajar para ellos como si tuvieran un alma humana real? La vida es un enigma cruel, y la intuición de que existe algo que ha de llegar no es la menor de las burlas que produce nuestra debilidad”. Así reflexiona él, mientras la oscuridad es aún reciente, mientras la memoria del sol ofusca aún su visión de los contornos que se mueven en la penumbra.

Pero, poco a poco, en su nuevo medio, aprende a encontrar una vez más gran parte de lo mejor que había en su anterior morada,  halla nuevos bienes que brotan del vínculo que lo liga al mundo subterráneo. Con el aumento de la sabiduría, con la muerte del Yo y el sentimiento de participación en el vasto proceso por el que la humanidad desarrolla su incierto destino, él aprende a abrir los corazones de los hombres, a conocer el extraño poder del brillante desfile de la historia, y a extraer paz de la fuerza silenciosa de la Naturaleza. Encuentra amor que nace de la admiración; muchas más, con ese otro amor que surge del servicio y de los vínculos del deber.

Los moralistas han puesto ante los hombres la grandeza del Yo, su virtud, su sabiduría, su hermosura. El cristianismo, que predica la humillación ante Dios, ha establecido el culto a la dignidad del Hombre. Las metas que Carlyle, Ibsen o Nietzsche proponen al individuo residen dentro de él: ha de ser fuerte, desarrollarse sin ataduras, ser el amo de la vida, el señor absoluto de sus actos. Nada se dice del resto de la humanidad, del mundo inanimado, del reino de la verdad, salvo cuando estas cosas se ponen al servicio del alma individual.

Pero semejante credo olvida que cada hombre vive en una sociedad concreta, en un mundo en el que viven otros hombres con metas tan legítimas como la suya, y que sus actos alteran, para bien o para mal, la vida de quienes le rodean. Nadie pone en duda que ser grande sea bueno, cuando resulta posible; pero no es la finalidad de la vida de todos los hombres, y por lo general, ni siquiera se consigue mejor porque nos lo propongamos como única meta. La finalidad de cada vida reside fundamentalmente fuera de ella misma; pues cuando la trasladamos al interior, abrimos la puerta a la anarquía, la crueldad y la opresión.

Hay una unión con el mundo que debe evitar el alma que quiera dar frutos. No produce ninguna alegría, y el amor que ofrece no brinda ningún lírico deleite. Bien puede el alma amedrentarse ante esa unión; pues el mundo corteja con modales toscos, nada promete y nada ofrece, pero, como el conquistador, exige hasta el último aliento, y entonces la vida comienza a desangrarse, gota a gota, lenta pero ininterrumpidamente, hasta quedar exhausta. Con los lazos de sus exigencias retiene al alma a su servicio, cuyo valor se mide por el precio de lo que el alma tiene que sacrificar. En los años de esclavitud, se marchita la memoria de la libertad, apenas se siente el remordimiento, el alma se endurece, y la imagen de los gozos ilimitados se torna pálida. Mas para el alma sojuzgada por el mundo, los hijos nacen cruzando el umbral del dolor; niños inmortales que el mundo debe amar y guardarse de herir. Son la luz del mundo, esplendorosos, tranquilos, a salvo de la tortura que ha precedido a su nacimiento. Por ellos  debe continuar la unión; por ellos debe el alma abandonar su calma solitaria, y admitir dentro de su santuario el tumulto, la crueldad, el despiadado dominio del mundo.

Los hijos del alma pertenecen al mundo, y sólo a éste dan satisfacciones; para el alma queda el trabajo y el dolor. Con todo, cuando el alma no se ha destruido en el servicio del mundo, recibe ciertos consuelos, cuyas voces amistosas alivian la fatiga del camino.

Tales consuelos son el Valor, el Amor y la Paz. Al principio, el mundo aterroriza al alma, porque su semblante es severo, triste e implacable, y enloquece a quienes no pueden soportar el inmenso terror que produce la majestad de su ceño. Pero cuando llega el Valor, el alma se atreve a ver el mal del mundo, aunque aún no tiene ojos para su bondad. El valor es el primer consuelo, el amigo del alma que aún recuerda otras épocas, que aún siente la tortura de su esclavitud, que aún, en los momentos de debilidad, sueña con que sobrevuela las verdes praderas de la alegría despreocupada.

“Ser estoico y, sin embargo, benévolo; afrontar el tormento sin perder la piedad por los demás, he ahí la cuestión. Todo es fácil cuando se practica la indiferencia hacia el sufrimiento; pero ser sólo indiferente a uno mismo es mucho más difícil. Y la muerte acaba con todo: no hay perdón de las virtudes. Todo es pena, salvo lo que se ha hundido en la sórdida degradación; pena tras pena, que vuelve intolerable el espectáculo del martirio. La vida es poco más que un lento auto de fe, del que algunos tienen la inmensa suerte de ser víctimas, mientras otros deben observar pasivamente, y el horror aumenta a cada momento por el heroísmo de los sufrientes. Ríen felices los que atizan el fuego, y el mundo los considera honorables. Y los pensamientos que nos proporcionan consuelo son sólo una tentación. Nada puede redimir la tragedia; olvidar significa unirse a los satisfechos adoradores de la infamia. Adiós, felicidad, adiós; sé mía de hoy en adelante para sufrir con el bien. Valor durante un tiempo breve … y luego la muerte y el silencio eterno.”

Así habla el alma movida por el valor, cuando aún no se ha familiarizado con la pena y aún ama los bienes que ha abandonado. Pero en la impaciencia del yugo, en la envidia del malvado, hay aún pecado; y en la apasionada protesta contra el sufrimiento se esconde una secreta adoración del placer. Poco a poco, a medida que cesa de amar los bienes del egoísmo, la piedad destruye la indignación, y la feroz protesta deja paso a una tristeza más sosegada. Y con la piedad es más fácil servir al mundo, y se necesita menos valor.

Porque la piedad es el heraldo del amor; de una clase de amor distinta a las que son posibles fuera de la unión con el mundo, un amor que nos permite encontrar una morada incluso en esta vida de maldad y de error. El temerario amor de la juventud, el amor que busca su propia satisfacción, y el amor que exige a toda costa la bondad de su objeto, deben pasar por el tamiz purificador de la austeridad, que impulsa a la voluntad correcta a sacrificar lo amado a lo no amado, y obliga a reconocer los defectos, en nombre de la verdad, allí donde nos gustaría pensar que todo es perfección. Las alegrías del amor deben ser desechadas en gran parte; pero el nuevo amor que llega mediante la disciplina nos dota de mayor intuición y sabiduría, y moldeandonos en el servicio del mundo, nos capacita para soportar sus males con paciencia.

Para quienes aún desean la camaradería y la libre devoción de un afecto aislado y personal, la soledad de un amor más severo resulta intolerable.

Se supone comúnmente que el claustro ha desaparecido de la vida moderna. Pero si tenemos en cuenta a los hombres que se entregan al servicio de la humanidad, encontraremos una forma de consagración, quizás menos consciente y explícita, menos completa, pero no menos real, que la de cualquier eremita de la Tebaida; y tal consagración no es ya, como aquélla, al culto de un dios que demostrará su gratitud en el más allá, haciendo participar al santo de alegrías sin fin. El servicio a la humanidad se emprende sin esperar recompensa, sin pensar en la gratitud de los que se benefician de nuestra labor; en la prisa y el torbellino de la vida activa, se pierde el tiempo de ocio para la amistad, y el cansancio reduce la capacidad de entrar en la vida de los demás. Lo más cercano y lo más querido es con frecuencia lo que más ha de sufrir para no sacrificar el bien general; y si les falta generosidad o espíritu público se ofenderán por la aparente indiferencia hacia su bienestar. Todas estas cosas debe soportar el pastor de los Hombres; sin embargo, existen héroes –y no pocos- que viven esa vida, tranquilamente, sin ostentación, casi sin percibir sus múltiples renuncias. Nos hemos acostumbrado, desde hace mucho tiempo, a llamar inocente a la vida libre de los pecados por acción que condena la moral tradicional; pero en un mundo lleno de dolor y degradación, nadie capaz de hacer algo puede considerar inocente al que no hace nada, en la medida de su capacidad, para aminorar el mal o aumentar el bien.

El amor que nace de la admiración sólo alcanza la perfección en aquellos que distinguen lo que merece ser admirado. Pero pocos hombres pueden llevar una vida de la mayor excelencia si no es por devoción a lo mejor, y esto deja poco espacio para las relaciones privadas de amistad y afecto. Por eso se arrebata al amor la capacidad de desarrollarse plenamente, y el hombre se encuentra rodeado de un mundo de soledad. La amistad se convierte en la camaradería de un ejército, surgida de las marchas y los peligros de la batalla. En la juventud, los hombres sueñan con un amor del que forman parte los bienes impersonales; en la tensión de la lucha llegan al amor a través de la devoción hacia las mismas metas; ya no aman el ideal a través de sus camaradas, sino a éstos por la comunidad de los ideales.

En el amor de Dios, la religión combinaba las mejores cosas del amor. Era un amor severo y exacto, al que había de sacrificarse cualquier otro que entrara en conflicto con él. Pero ese sacrificio obtenía una recompensa grande y segura, porque agradar a Dios era siempre actuar debidamente; y amarle era un deber. Él no podía sufrir en ningún caso, pero los hombres creían hacer cuanto sabían por servirle. Él era eterno e inmutable: la Muerte, la pena y el dolor no le afectaban. Y, sobre todo, era fuerte. Descansar en Él no era, como en los amores humanos, un traspaso egoísta de la carga; no podía temerse que se sintiera abatido o desesperado por los sinsabores del mundo. En el amor de Dios no se requería ninguna contención; ninguna circunstancia exigía ofenderle u olvidarle. Pero el altar de esta religión se ha engalanado con la libre ofrenda de todos los deseos conflictivos, con la renunciación a todas las esperanzas incompatibles; el amor de Dios se ennobleció con el sacrificio, el último sacramento del amor. Y habitando allá, en el cielo remoto, Dios está a salvo de los compromisos, de las miserias, de las sucias impurezas de la tierra; la devoción hacia lo invisible conserva la fresca pureza del rocío matutino, que tan pronto agosta el frío del mundo en los amores terrenales.

El amor de Dios no puede sustituirse por nada parecido en la vida de los hombres incrédulos. Porque el amor a la bondad en sí misma es el único que no necesita pruebas; y cuando ya no personificamos la bondad, y ya no creemos que vive y existe eternamente, hemos perdido el refugio del amor divino, y quedamos libres de crear con nuestro propio esfuerzo cualquier bien que nuestra capacidad haga posible. El bien se encarna, en distintos grados, en las cosas que existen; pero todas son transitorias, y los seres humanos, que son los más valiosos, son también los más fugaces. Y el amor no se combina ya con el servicio; pues éste no sólo se debe a los mejores seres humanos. Así pues, la soledad se convierte muy a menudo en un deber. Solo, en la cumbre de la montaña, guarda el pastor de Hombres el fuego sagrado; en la distancia, ve las llamas de otros fuegos que iluminan la noche, y sabe que hay otros hombres consagrados al mismo servicio; pero ninguna voz llega hasta sus soledades, y no tiene más compañero que el silencio solemne de las estrellas. Allá lejos en la llanura, el caminante capta el brillo del faro entre la niebla y la perplejidad; sin embargo, raramente asciende por la ladera de la montaña y cuenta cómo fue guiado hasta allí.

Los que quieran librarse de esta soledad, tendrán que aprender el amor de la contemplación pura. Mazzini, refiriéndose a los afectos de su juventud, dijo: “No había alcanzado el ideal de amor, del amor que no deposita esperanza alguna en esta vida. No veneraba el amor, sino sus gozos.” En el amor contemplativo no buscamos la relación con los que amamos, ni su bienestar, ni nuestra felicidad; sino, simplemente, que ese bien forme parte del mundo, y que, desde la fuente del amor a la bondad fluyan algunas de sus aguas hacia donde habita ese bien. En el amor a los muertos, cuando la impaciencia de la rebelión impotente ha muerto también, puede encontrar la contemplación un placer sobrio; también ellos habitaron el mundo, también ellos forman parte para siempre de la extraña fábrica de la existencia. Y la gloriosa sociedad de los héroes, que vivieron en la tierra en una posesión impávida de sus propias almas, en el logro inmutabble de las más elevadas metas que la naturaleza parece estorbar; cuya religión no pudieron empañar el fracaso, el sinsentido y la tragedia que los rodeaba; que solos y hostigados libraron la sagrada batalla, y mantuvieron perenne el fuego sagrado contra vientos y mareas; esos espíritus humanos están dispuestos a soportar la carga y vivir en la orgullosa hermandad de los grandes.

A medida que crecemos en sabiduría, se despliega ante nuestros ojos el tesoro de los siglos; y cuando aprendemos a amar y a conocer a los hombres gracias a esta devoción, toda esa riqueza es nuestra.

Pero aunque el amor contemplativo puede ser una inspiración, la luz que ilumina nuestro camino, es un amor muy distinto el que habrá de darnos la fuerza motriz. Todos hemos venido al mundo solos, aislados, aprisionados en una mazmorra por las fuertes muros del Yo. La razón por sí sola no sabe responder a la pregunta ¿por qué servir a mi prójimo? Incluso para quienes habitualmente son capaces de sentir las obligaciones de la vida, llega, en momentos de abatimiento, o cuando una intensa emoción levanta una barrera contra el mundo exterior, una aguda sensación de la irrealidad de las masas humanas, de la locura y futilidad de todos los esfuerzos. Cuando el mal susurra a los corazones cansados que todo es vanidad, la respuesta sólo se halla en el amor activo, que nos vincula al mundo, que no nos deja más opción que servirle, que purifica el Yo de las secretas cámaras del instinto. En la vida de las mujeres, el misterioso vínculo de la maternidad, consagrada al principio por el dolor y por una sombra de muerte, crea un vínculo mucho más profundo y duradero que cualquiera de los conocidos por el hombre. Este vínculo liga a las generaciones, subiendo desde el fondo de los tiempos hasta la aurora de la razón; bajando desde el futuro desconocido hasta la muerte del último hombre. La maternidad, gracias al extraño poder del instinto,hace valioso el bienestar de los débiles, y crea una corriente de piedad por todos los que sufren. Pero incluso el resto de las relaciones familiares, aunque en menor grado, nos enseñan un amor que no depende de la admiración, un amor que ningún desencanto puede destruir. La familia, aunque unas veces produce mucho dolor y otras (debemos admitirlo) es un Moloc en cuyo altar se van sacrificando lentamente todos los miembros menos uno, es la escuela donde se aprende la auténtica naturaleza de la vida humana y donde antes se captan las obligaciones que no dependen del mérito. Sin la familia, es difícil creer que el hombre hubiera podido adquirir una concepción grave y profunda de las relaciones humanas o del eterno proceso que funde en una única vida a todas las generaciones que viven y mueren.

Pero el amor de la familia sólo nos ocupa una pequeña parte del camino hacia el amor universal que debe inspirar nuestros actos. Son otras y más amplias las simpatías que requiere el servicio a la humanidad.

Una de las mayores fuentes de la acción es el amor a la patria. El hogar de nuestras penas y nuestras alegrías, donde hemos vivido la vida de la naturaleza, donde el amable respiro de la primavera, las largas delicias de junio y el rocío encantador de las mañanas otoñales nos asaltan con toda la riqueza y profundidad de los recuerdos; donde cada seto, cada flor, cada petirrojo de invierno, tiene el extraño aroma de la tristeza, de la magia mística que sobrevive como un fantasma en el escenario del pasado; donde la profunda intimidad de la niñez, el recuerdo de las sonrisas perdidas y de las voces que ya no oímos, santifican la tierra; donde nos reciben las verdes campiñas al otro lado del mar cuando la primera luz de la mañana pone fin a nuestro exilio; esa tierra nativa, que construyeron nuestros antepasados y heredarán nuestros hijos, es una llamada al corazón que ningún delito, error o tiranía, vergüenza o desastre puede anular. El indómito amor de las multitudes desea para su patria lo que desea para sí mismo: el brillo del éxito, el homenaje de las naciones, el orgullo y la pompa del dominio. Pero en estas ambiciones sórdidas, si amamos sabiamente a nuestra patria, si buscamos para ella los bienes que más apreciamos, hallaremos un dolor directamente proporcional a nuestro amor: valoraremos las tradiciones magnánimas y las causas generosas que contiene nuestra historia, e intentaremos hacer de nuestro país la encarnación de los ideales que apreciamos.

Pero el amor a la patria es aún muy estrecho, ya que toda la vida humana debe encontrar asilo dentro de las murallas del Yo. Tenemos que aprender a amar a todos los hombres no porque satisfagan de una u otra forma nuestros ideales, sino porque nuestra vida está ligada a la suya, porque somos compañeros en este duro peregrinaje que nos lleva de una oscuridad a otra. La sabiduría no consiste en amar el bien y odiar el mal; la sabiduría es parte de una indómita y despiadada exigencia de un mundo adecuado a nuestros ideales. Es muy difícil mantener firmemente la visión del cielo, y, aun así, dar afecto a quienes nos recuerdan que es absolutamente inalcanzable. No obstante, debemos aprender a hacerlo; el débil necesita más amor que el fuerte, porque sólo a través de la fuerza de otros puede él acceder a la bondad. El fuerte debe llevar una vida apartada, estimulado por el conocimiento de que otros se ocupan de los demás menesteres, y ayudado por la devoción que nace poco a poco de un servicio sin trabas y sin quejas. Todos somos huérfanos y exiliados; niños perdidos en la noche, con esperanzas, ideales y aspiraciones que no deben asfixiarse en un mundo desalmado. Si algunos se entregan demasiado pronto al cansancio y la cobardía, tocará a aquellos cuyo coraje es grande pronunciar las palabras valientes y mantener vivos los sueños de la Ciudad Dorada.


Bertrand Russell, El peregrinaje de la vida : Retorno a la caverna
(in Refugio en la contemplación - El credo del hombre libre y otros ensayos | Ed. Catedra)


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