jeudi 14 mai 2015

¿Cuánto tiempo has estado aquí?



Nicolas Muller, Fête du Mawlid (Tanger, 1942)




Y Dios lo hizo morir durante cien años
y luego lo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día, respondió.

Alcorán, II, 261.


La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.

El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.

El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.

Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola "repetición" para demostrar que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)

Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio -primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.

Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.

Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.

Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.

Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados -alguno de uniforme desabrochado- revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...

El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.

El universo físico se detuvo.

Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladík entendiera.

Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.

No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.

Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.


Jorge Luis Borges, El milagro secreto


Le Grand Jeu



J’ai rêvé d’un manuscrit
dont les lignes s’effaçaient une à une.
J’ai rêvé aussi de ceux qui l’écrivaient
_ l’un d’eux était moi _
Eux aussi s’effaçaient un à un.
Au réveil
il ne restait plus personne.
Et il y avait une seule ligne
qui commençait aussi à s’effacer.
Cette ligne disait :
Seul dieu peut sauver de dieu


Roberto Juarroz, Poésie Verticale


***


Paul Klee, Dancing Under The Empire of Fear (1938)


« Etre des hommes et non des destructeurs » | Julien Starck / RdR


dimanche 12 avril 2015

L'odeur du temps




Harry Gruyaert, tombe de Jean Genet (Larache, Maroc)





Les étoiles sont partie au pacage
la mer étale ses bras, la forêt dresse ses cous
Ni les plantes ne fléchissent
ni le poisson ne répond
ni le moineau ne s‘effarouche
Le jour porte une chemise que va déchirer la nuit.


C’est l’heure de l’insomnie, maîtresse de la Terre
la torture est l’odeur de ce temps
où lentement, lentement se fige
le sang du vivant.


Laisse ces arbres s’échanger les oiseaux
laisse les fenêtres faire accueil à une aube qui soit autre.


Regardons la durée se rompre entre nos mains
en direction d’un lieu ceint de sa rupture
rupture d’où vont surgir des temps seconds
ceux de la houle des masses
quand la toux se mêle au Paradis
et qu’au pain se mêle
l’auréole des anges.


Nous savons ce que sont nos communautés
elles confondent le bras et l’instant
elles guident le déluge
leur aube est le langage qu’humecte la clarté du jour
leur visage la limite tranchant sur le noir
il s’agit pour elles de commencement, non de mémoire
de leurs foulées se façonne l’arc
de leur route s‘engendre la flèche.


Elles forment, elles dénomment
et voici que l’étendue prend ses formes
que les choses se nomment.


Du murmure qui monte du gosier de l’Orient
souffle en spirale une fumée de lassitude.
Là-bas la croupe est volcan
le volcan matrice
que projette le désir
là-bas s’épaissit le temps
par grumeaux, grumeaux...
Nous savons que ce sont là nos masses
et nous disons :
« Salut à vous, ô bras, c’est vous qui créez la Terre... »


Nous effaçons notre histoire / nous la découvrons
nous retirons le filet de ses heures plein de paroles
comme si c’étaient les têtes de nos aïeux
alors qu’il y a là un espace
qui sermonne un nuage contre le vent
une neige contre la pluie.
Or c’est le moment
de nous dépiauter de nos nuages
d’effacer notre histoire / de la découvrir.
Entre elle
et nous
règne le feu.


Le bois de nos chagrins a molli. Son étincelle
vire au noir.
Approchez-vous, sortes diverses de l’amertume
gommes, soufres, onguents, arsenics
vous, ô bois, et vous, ô combustibles des choses
tombez, tombez dans la fournaise de nos mutilations
et qu’enfin jaillisse votre flamme
blanche, noire, verte, rouge, arc-en-ciel
de la couleur de la respiration
de la suffocation !
Que notre chagrin soit l’arbre épineux
où la cendre protège de la braise.
Qu’il soit la corde de l’arc
qu’il soit l’arc sonore
qu’il soit une fumée de la couleur du loup
qu’il soit couleur de la fumée de l’‘arfaj humide
et nous autres tel le temps rougeoyant
nous autres la gousse sèche et éclatée de la plante tinctoriale


Nous effaçons / découvrons notre histoire
nous instaurons la mémoire du sang.
Il y a là des têtes comme des chemises
qu’on enlève ou qu’on remet.
Le sang
est figures, écrans
où peux-tu être, Adam ?
Comment donnes-tu la vie,
toi qui aspirais à la mort ?
L’endroit avait une tête
de caméléon
l’espace
n’était que fiction.


Damas, le Caire, Bagdad, La Mecque
la route refuse la route
nos pieds ne nous suivaient plus :
nous connaissons ces tombes familières
ces potences suspendues au nombre des jours
nous reconnaissons
cette balle qui tète la mère
pour tuer le fils !
Mais nous logifions par les routes
emprisonnons les jours
L’île d’Arwad n’était ni de blé ni de pourpre
ce n’était qu’un manteau
tressé par les coquilles, brodé par les vagues
l’océan, généralement, tournait à l’orage
et l’orage, en général, annonçait la rupture du jeûne
Mais
nous nous repaissions de pluie
nous citions à comparaître un quidam inconnu
nous donnions à nos corps l’ordre
de s’envoler
puisqu’ils ne sont que des abris
et nous, par tendresse envers la tempête
nous nous déchaînions
en disant à nos jambes :
« Dégringolez
la poussière se retire et la mer s’avance. »
Nous disions qu’il y avait là de quoi réconcilier
l’aller vers l’Occident et l’aller vers l’Orient
nous disions : « Voici que le soleil va réchauffer ses œufs
que l’histoire va éclore bassin par bassin »
et quand autour de vous la roche se taisait
dans l’errance de son outrecuidance
nous entendions le temps rugir et sangloter.
Et nous disions :
« Ô faucilles qui parcourez les étendues
ô nos pieds fatigués imitez la poussière et la pierre
chaussez-vous de la complainte des roseaux
vous allez recréer la Terre. »





Adonis, L’odeur du temps 
[in Singuliers]



jeudi 8 janvier 2015

Brève est la couleur




Brève est la couleur à l’aune du regard,
y repenser déjà la dérobe à l’instant.
Elle aspire à la fleur, à l’adieu, au fleuve lent,
mais sans mémoire, comment s’y hasarder ?

Et jusque dans le sort presque léger
des choses qui ne se laissent pas saisir
 sans cette indifférence d’un monde distrait,
fleur, adieu ou fleuve – brève est la couleur.

Imprimant une apparence si subtile
à l’aveuglement d’être, entrelacée,
la couleur, en son reflux, est survivance vaine.

Annoncée des nuances à peine concevable
dans le fugace essor d’une ascension
elle persiste bleue, recréée d’invisible.


Maria Ângela Alvim, Couleur


***


Egon Schiele, River Landscape


Introversion de l'eau (dans la peinture d'Egon Schiele) | k



mardi 6 janvier 2015

De la hantise


Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.


Julio Cortázar, Casa tomada


lundi 5 janvier 2015

Pile



Anselm Kiefer, Dragon


...dans ce sang pétrir la nuque du vent...


Pour que vous doutiez encore plus de nos origines 
nous vous proposons des corps pour les usines-salut-de-l'humanité 
sans ablutions
des corps tranquilles sur le sable les bureaux de placement 
des corps tannés
              l'histoire tuberculeuse
                          nous autres les chiens les perfides
nous autres au cerveau paléolithique les yeux bigles le foie thermonucléaire
des corps avec des tablettes en bois où il est écrit que le sous-développement
est notre maladie congénitale
                      puis m'sieur
                                puis madame
                                           puis merci


sans oublier notre interminable procession de dents jaunes
et les vappes
notre sang moitié sang moitié arbre
des corps nourris de sauterelles et de pisse de chamelle
nous ne sommes pas
                 même épileptiques
                                dans les grottes de vos Platon
ni dans les contes de Shahrazade
pas dans vos statistiques sur la culture des peuples les maladies
guérissables par bouchée de petite ruine
                                pas
dans vos bilans vos rapports frénétiques sur les grandes et inhumaines certitudes
ni les médailles
ni les cités de jade contre
                    nos refoulements
                                  nos stigmates purulents
nos matrices aboyant sous le vent

pas dans vos traités sur la biologie de l'homme pétrifié
bien que nous ayons
                nos guerres fratricides
                                  et que
                                       nous rêvions de planètes
de ruelles d'arcades de soleils au centre de la terre
(nous connaissons l'aliénation mentale et parlons de civilisations crevées mises à sac)
et que nous vous accordions
au pied des murailles et murailles d'héroïne
les tétanos
les guerres d'estomac et de chacal
pour satisfaire votre esprit calculé sur les dossiers de Rome et du Viêt-nam
vos lunettes de pèlerins nécrophages sur les remparts de Marrakech
nos rumeurs de foule démente mangeuse de caravanes
nos bidonvilles soleil sur soleil et djinns avec des allumettes
les épouvantails de nos fraternités - ah avec des oranges des fusils de siba
ah moi madame arrange vole pas moi monsieur bonne année bonne santé
de toutes petites femmes avec de petites étoiles vertes sur le front
toute la légende pernicieuse de nos diaphragmes
toutes les affres du sang dans un vertige de mosquées-bidon et de frondes
nos corps
        affublés
               de tornades
                         pour conjurer vos corps tronçon
hibernation d'une petite névrose de sable nous-mêmes
sans kasbahs ni idiomes pas méditerranée-démence pas
mémoriser
réenraciner la mémoire
                  cette grotte
                           cette chiotte
                                     cette mort courant les ruelles
pieds et bras tatoués chewing-gum brosses à dents
avec des tas d'usines de phosphates des tas de livres des tas de
rois et ça n'en finit pas de converser dans
                                 des tas d'antres artificiels
pour boire un thé magnifiquement mérité brindilles sésame
et
  à ta santé la foule
bariolée qui changes de cap mais pas de lance
                                    et qui changeras tout
le long de tes pièges à rats
vieux meurtre inconditionnel qui nous aurais donné
                                         contre un revolver
tout un paradis de lubies
empilé sur nos échines mais alors
                           des tas de médinas pleines de coquelicots
jusqu'à faire de nos ossements des vestiges de cités incomparables
l'oiseau
l'oiseau
et les voleurs d'oiseaux

barbare
      l'oiseau comme nos pérégrinations d'un arbre l'autre
jusqu'à l'arbre de violence qui nous passe par le corps
et vos mamelles maîtresses du sang vos mamelles nous n'aimons
pas la ville riant sous cape la ville sangsue non plus ses ères de
nomadismes et les sobriquets du soleil
ce mal foutu soleil qui n'en finit pas de tournoyer et qu'on
chassera à coups de pierre

nous autres
          de timbales sur des nids de serpents pour fraterniser
avec le sang
          recouvrer la mémoire dans un orgasme de lunes comme
ces chameaux tranquilles qui nous envoient leurs saignées sur la
poitrine
(saigne chameau de ton cou délirant)
nous voulons
des chopes de sang qui écume
des caillots gros comme le poing accomplir
des voyages hélant le désert devenu poisson
saigne encore chameau saigne saigne

des cités pour les roses
tandis que les roses ont des crépuscules de Dadès
nous voulons dans ce sang
l'oeil
     l'épée
dans ce sang pétrir la nuque du vent
violenter des seins et poursuivre
la foule jusque dans ta trachée artère
saigne chameau encore encore

nous vous accorderons encore
les conspirations à la barbe de notre sexe
pour compléter votre catalogue de superstitions
                                      des mains
coupées
       désarticulées
des rues tête tranchée où nous avons pressé
toutes les humanités possibles contre nos poitrines terroristes
des rues
       pleines de cris de génisses flagellées d'écritures


Mostafa Nissabouri, Manabboula


Face



Anselm Kiefer, Ladder to the Sky


dimanche 4 janvier 2015

Souvent un penseur libre...


Note 1. - Pour sa propre conception du monde, on appartient à un groupement déterminé, et précisément à celui qui réunit les éléments sociaux partageant une même façon de penser et d'agir. On est toujours les conformistes de quelque confor­mis­me, on est toujours homme-masse ou homme collectif. Le problème est le suivant : de quel type historique est le conformisme, l'homme-masse dont fait partie un individu ? Quand sa conception du monde n'est pas critique et cohérente mais fonction du moment et sans unité, l'homme appartient simultanément à une multipli­cité d'hommes-masses, sa personnalité se trouve bizarrement composite : il y a en elle des éléments de l'homme des cavernes et des principes de la science la plus moderne et la plus avancée, des préjugés de toutes les phases historiques passées, misérable­ment particularistes et des intuitions d'une philosophie d'avenir comme en possédera le genre humain quand il aura réalisé son unité mondiale. Critiquer sa propre concep­tion du monde signifie donc la rendre unitaire et cohérente et l'élever au point où est parvenue la pensée mondiale la plus avancée. Cela veut donc dire aussi critiquer toute la philosophie élaborée jusqu'à ce jour, dans la mesure où elle a laissé des stratifi­ca­tions consolidées dans la philosophie populaire. Le commencement de l'élaboration critique est la conscience de ce qu'on est réellement, un « connais-toi toi-même » con­çu comme produit du processus historique qui s'est jusqu'ici déroulé et qui a laissé en chacun de nous une infinité de traces reçues sans bénéfice d'inventaire. C'est cet inventaire qu'il faut faire en premier lieu.

Note 2. - On ne peut séparer la philosophie de l'histoire de la philosophie et la culture de l'histoire de la culture. Au sens le plus immédiat et adhérant le mieux à la réalité, on ne peut être philosophe, c'est-à-dire avoir une conception du monde criti­que­ment cohérente, sans avoir conscience de son historicité, de la phase de déve­loppement qu'elle représente et du fait qu'elle est en contradiction avec d'autres conceptions. Notre conception du monde répond à des problèmes déterminés posés par la réalité, qui sont bien déterminés et « originaux » dans leur actualité. Comment est-il possible de penser le présent et un présent bien déterminé avec une pensée élaborée pour des problèmes d'un passé souvent bien lointain et dépassé ? Si cela arrive, c'est que nous sommes « anachroniques » dans notre propre temps, des fossiles et non des êtres vivants dans le monde moderne, ou tout au moins que nous sommes bizarrement « composites ». Et il arrive en effet que des groupes sociaux, qui par cer­tains côtés expriment l'aspect moderne le plus développé, sont, par d'autres, en retard par leur position sociale et donc incapables d'une complète autonomie historique.

Note 3. - S'il est vrai que tout langage contient les éléments d'une conception du monde et d'une culture, il sera également vrai que le langage de chacun révélera la plus ou moins grande complexité de sa conception du monde. Ceux qui ne parlent que le dialecte ou comprennent la langue nationale plus ou moins bien, participent néces­sairement d'une intuition du monde plus ou moins restreinte et provinciale, fossilisée, anachronique, en face des grands courants de pensée qui dominent l'histoire mon­diale. Leurs intérêts seront restreints, plus ou moins corporatifs ou économistes, mais pas universels. S'il n'est pas toujours possible d'apprendre plusieurs langues étran­gères pour se mettre en contact avec des vies culturelles différentes, il faut au moins bien apprendre sa langue nationale. Une grande culture peut se traduire dans la langue d'une autre grande culture, c'est-à-dire qu'une grande langue nationale, historiquement riche et complexe, peut traduire n'importe quelle autre grande culture, être en somme une expression mondiale. Mais un dialecte ne peut pas faire la même chose.

Note 4. - Créer une nouvelle culture ne signifie pas seulement faire individuel­le­ment des découvertes « originales », cela signifie aussi et surtout diffuser critique­ment des vérités déjà découvertes, les « socialiser » pour ainsi dire et faire par conséquent qu'elles deviennent des bases d'actions vitales, éléments de coordination et d'ordre intellectuel et moral. Qu'une masse d'hommes soit amenée à penser d'une manière cohérente et unitaire la réalité présente, est un fait « philosophique » bien plus important et original que la découverte faite par un « génie » philosophique d'une nouvelle vérité qui reste le patrimoine de petits groupes intellectuels.

Connexion entre le sens commun, la religion et la philosophie. La philosophie est un ordre intellectuel, ce que ne peuvent être ni la religion ni le sens commun. Voir comment, dans la réalité, religion et sens commun, eux non plus ne coïncident pas, mais comment la religion est un élément, entre autres éléments dispersés, du sens commun. Du reste, « sens commun » est un nom collectif, comme « religion » : il n'exis­te pas qu'un seul sens commun, car il est lui aussi un produit et un devenir histo­rique. La philosophie est la critique et le dépassement de la religion et du sens com­mun, et en ce sens elle coïncide avec le « bon sens » qui s'oppose au sens commun.

Rapports entre science-religion-sens commun. La religion et le sens commun ne peuvent constituer un ordre intellectuel parce qu'ils ne peuvent se réduire à une unité, a une cohérence, même dans la conscience individuelle, pour ne rien dire de la conscience collective - ils ne peuvent se réduire à une unité ni à une cohérence « d'eux-mêmes », mais par une méthode autoritaire, cela pourrait se faire et c'est en fait arrivé dans le passé à l'intérieur de certaines limites. Le problème de la religion entendu non au sens confessionnel mais au sens laïque d'une unité de foi entre une conception du monde et une norme de conduite conforme à cette conception : mais pourquoi appeler cette unité de foi « religion » et ne pas l'appeler « idéologie » ou franchement « politique » ?

En effet la philosophie général n'existe pas : il existe diverses philosophies ou conceptions du monde et, parmi celles-ci, on fait toujours un choix. Comment se fait ce choix ? Ce choix est-il un fait purement intellectuel ou plus complexe ? Et n'arrive-t-il pas souvent qu'entre le fait intellectuel et la norme de conduite il y ait contradic­tion ? Quelle sera alors la réelle conception du monde : celle qui est affirmée logi­quement comme fait intellectuel, ou celle que révèle l'activité réelle de chaque indi­vidu, qui est implicitement contenue dans son action ? Et puisque agir c'est toujours agir politiquement, peut-on dire que la philosophie réelle de chacun est contenue tout entière dans sa politique ? Cette contradiction entre la pensée et l'action, c'est-à-dire la coexistence de deux conceptions du monde, l'une affirmée en paroles, l'autre se manifestant dans l'action effective, n'est pas toujours due à la mauvaise foi. La mau­vaise foi peut être une explication satisfaisante pour quelques individus pris séparé­ment, ou même pour des groupes plus ou moins nombreux ; elle n'est toutefois pas satisfaisante quand la contradiction apparaît dans une manifestation de la vie des grandes masses :

Elle est alors nécessairement l'expression de luttes plus profondes, d'ordre historique-social. Cela veut dire dans ce cas qu'un groupe social (alors qu'il possède en propre une conception du monde, parfois seulement embryonnaire, qui se mani­feste dans l'action, et donc par moments, occasionnellement, c'est-à-dire dans les mo­ments où ce groupe bouge comme un ensemble organique) a, pour des raisons de soumission et de subordination intellectuelles, emprunté à un autre groupe une conception qui ne lui appartient pas, qu'il affirme en paroles, et qu'il croit suivre, parce qu'il la suit « en temps normal », autrement dit lorsque la conduite n'est pas indépendante ni autonome, mais justement soumise et subordonnée. Ainsi donc on ne peut détacher la philosophie de la politique et on peut montrer même que le choix et la critique d'une conception du monde sont eux aussi un fait politique.

Il faut donc expliquer comment il se fait qu'en tout temps coexistent de nombreux systèmes et courants de philosophie, comment ils naissent, comment ils se répandent, pourquoi ils suivent dans leur diffusion certaines lignes de fracture et certaines directions, etc.

Cela montre combien il est nécessaire de rassembler sous forme de système, avec l'aide d'une méthode critique et cohérente, ses propres intuitions du monde et de la vie, en établissant avec précision ce qu'on doit entendre par « système » pour que ce mot ne soit pas compris dans son sens pédant et professoral. Mais cette élaboration doit être faite et ne peut l'être que dans le cadre de l'histoire de la philosophie qui montre quelle élaboration la pensée a subie au cours des siècles et quel effort collectif a coûté notre façon actuelle de penser, qui résume et rassemble toute cette histoire passée, même dans ses erreurs et ses délires. Il n'est pas dit, d'ailleurs, que ces erreurs et ces délires, bien qu'ils appartiennent au passé et qu'ils aient été corrigés, ne se reproduisent pas dans le présent et n'exigent pas de nouvelles corrections.

Quelle est l'idée que le peuple se fait de la philosophie ? On peut la retrouver à travers les manières de parler du langage commun. Une des plus répandues est celle de « prendre les choses avec philosophie », et cette expression, après analyse, n'est pas à rejeter complètement. Il est vrai que la formule invite implicitement à la résignation et à la patience, mais il semble que le point le plus important soit au contraire l'invitation à la réflexion, à se rendre bien compte que ce qui arrive est au fond rationnel et que c'est comme tel qu'il faut l'affronter, en concentrant ses propres forces rationnelles et non en se laissant entraîner par des impulsions instinctives et violentes. On pourrait grouper ces façons de parler populaires avec les expressions semblables des écrivains de caractère populaire - en les empruntant aux grands dictionnaires - où entrent les termes « philosophie » et « philosophiquement », et on verrait alors que ces termes signifient très précisément qu'on surmonte des passions bestiales et élémentaires au profit d'une conception de la nécessité qui donne à sa propre action une direction consciente. C'est là le noyau sain du sens commun, ce que justement on pourrait appeler « bon sens » et qui mérite d'être développé et rendu unitaire et cohérent. On voit donc que c'est aussi pour cela qu'on ne peut séparer la philosophie dite « scientifique » de celle dite « vulgaire » et populaire qui n'est qu'un ensemble d'idées et d'opinions disparates.

Mais maintenant se pose le problème fondamental de toute conception du monde, de toute philosophie qui est devenue un mouvement culturel, une « religion », une « foi », c'est-à-dire qui a produit une activité pratique et une volonté et qui se trouve contenue dans ces dernières comme « prémisse » théorique implicite (une « idéologie », pourrait-on dire, si au terme « idéologie » on donne justement le sens le plus élevé d'une conception du monde qui se manifeste implicitement dans l'art, dans le droit, dans l'activité économique, dans toutes les manifestations de la vie individuelle et collective). En d'autres termes, le problème qui se pose est de conserver l'unité idéologique dans tout le bloc social qui, précisément par cette idéologie déterminée est cimenté et unifié. La force des religions et surtout de l’Église catholique a consisté et consiste en ce qu'elles sentent énergiquement la nécessité de l'union doctrinale de toute la masse « religieuse » et qu'elles luttent afin que les couches intellectuellement supérieures ne se détachent pas des couches inférieures. L'Église romaine a toujours été la plus tenace dans la lutte visant à empêcher que se forment officiellement deux religions, celle des intellectuels et celle des « âmes simples ». Cette lutte n'a pas été sans graves inconvénients pour l’Église elle-même, mais ces inconvénients sont liés au processus historique qui transforme toute la société civile et qui, en bloc, contient une critique corrosive des religions ; ce qui rehausse d'autant la capacité organisatrice du clergé dans le domaine de la culture et le rapport abstraitement rationnel et juste que dans sa sphère, l’Église a su établir entre les intellectuels et les « simples ». Les jésuites ont été indubitablement les plus grands artisans de cet équilibre et pour le conserver, ils ont imprimé à l’Église un mouvement progressif qui tend à donner satisfaction aux exigences de la science et de la philosophie, mais avec un rythme si lent et méthodique que les mutations ne sont pas perçues par la masse des « simples » bien qu'elles paraissent « révolutionnaires » et démagogiques aux intégristes ».

Une des plus grandes faiblesses des philosophies de l'immanence en général consiste précisément dans le fait de ne pas avoir su créer une unité idéologique entre le bas et le haut, entre les « simples » et les intellectuels. Dans l'histoire de la civilisa­tion occidentale, le fait s'est produit à l'échelle européenne, avec la faillite immédiate de la Renaissance et en partie également de la Réforme, en face de l’Église romaine. Cette faiblesse se manifeste dans la question scolaire, dans la mesure où les philo­sophies de l'immanence n'ont même pas tenté de construire une conception qui pût remplacer la religion dans l'éducation de l'enfant, d'où le sophisme pseudo-historiciste qui fait que des pédagogues sans religion (sans confession) et en réalité athées, concè­dent l'enseignement de la religion parce que la religion est la philosophie de l'enfance de l'humanité qui se renouvelle dans toute enfance non métaphorique. L'idéalisme s'est également montré hostile aux mouvements culturels qui veulent « aller au peuple », et qui se manifestèrent dans les universités dites populaires et autres insti­tutions semblables, et non pas seulement pour leurs aspects négatifs, car en ce cas ils auraient dû chercher à faire mieux. Ces mouvements étaient pourtant dignes d'inté­rêt, et ils méritaient d'être étudiés : ils connurent le succès, en ce sens qu'ils démon­trè­rent de la part des e simples » un enthousiasme sincère et une forte volonté de s'élever à une forme supérieure de culture et de conception du monde. Ils étaient toutefois dé­pour­vus de tout caractère organique, aussi bien du point de vue de la pensée philo­sophique qu'en ce qui concerne la solidité de l'organisation et la centralisation cultu­relle ; on avait l'impression d'assister aux premiers contacts entre marchands anglais et nègres africains : on distribuait une marchandise de pacotille, pour avoir des pépi­tes d'or. D'ailleurs l'unité organique de la pensée et la solidité culturelle n'étaient possi­bles que si entre les intellectuels et les simples avait existé la même unité que celle qui doit unir théorie et pratique, c'est-à-dire à la condition que les intellectuels eussent été les intellectuels organiques de ces masses, qu'ils eussent élaboré et rendu cohérents les principes et les problèmes que ces masses posaient par leur activité pratique, et cela par la constitution d'un bloc culturel et social. Nous nous retrouvons devant le même problème auquel il a été fait allusion : un mouvement philosophique est-il à considérer comme tel seulement lorsqu'il s'applique à développer une culture spécialisée, destinée à des groupes restreints d'intellectuels ou au contraire n'est-il tel que dans la mesure où, dans le travail d'élaboration d'une pensée supérieure au sens commun et scientifiquement cohérente, il n'oublie jamais de rester en contact avec les « simples » et, bien plus, trouve dans ce contact la source des problèmes à étudier et à résoudre ? Ce n'est que par ce contact qu'une philosophie devient « historique », qu'elle se purifie des éléments intellectualistes de nature individuelle et qu'on fait du « vivant »

Une philosophie de la praxis ne peut se présenter à l'origine que sous un aspect polémique et critique, comme dépassement du mode de pensée précédent et de la pensée concrète existante (ou monde culturel existant). Par suite, avant tout, comme critique du « sens commun » (après s'être fondé sur le sens commun pour démontrer que « tous » les hommes sont philosophes et qu'il ne s'agit pas d'introduire ex novo une science dans la vie individuelle de « tous les hommes », mais de rénover et de rendre « critique » une activité déjà existante) et donc de la philosophie des intellec­tuels, qui a donné lieu à l'histoire de la philosophie, et qui, en tant qu'individuelle (et elle se développe en effet essentiellement dans l'activité de personnalités particulière­ment douées) peut être considérée comme les « pointes » du progrès du sens com­mun, tout au moins du sens commun des couches les plus cultivées de la Société, et, grâce à elles, du sens commun populaire également. Voici donc qu'une préparation à l'étude de la philosophie doit exposer sous forme de synthèse les problèmes nés du processus de développement de la culture générale - qui ne se reflète que partielle­ment dans l'histoire de la philosophie, laquelle demeure toutefois - en l'absence d'une histoire du sens commun (impossible à construire par manque d'un matériel docu­mentaire) - la source fondamentale à laquelle il faut se référer pour faire la critique de ces problèmes, en démontrer la valeur réelle (s'ils l'ont encore) ou la signification qu'ils ont eue, comme anneaux dépassés d'une chaîne, et définir les problèmes actuels nouveaux ou les termes dans lesquels se posent aujourd'hui de vieux problèmes.

Le rapport entre philosophie « supérieure » et sens commun est assuré par la « po­li­tique », de même qu'est assuré par la politique le rapport entre le catholicisme des in­tel­lectuels et celui des « simples ». Les différences dans les deux cas sont toutefois fondamentales. Que l’Église ait à affronter un problème des « simples », signifie jus­te­ment qu'il y a eu rupture dans la communauté des fidèles, rupture à laquelle on ne peut remédier en élevant les « simples » au niveau des intellectuels (l’Église ne se pro­po­se même pas cette tâche, idéalement et économiquement bien au-dessus de ses for­ces actuelles) mais en faisant peser une discipline de fer sur les intellectuels afin qu'ils n'outrepassent pas certaines limites dans la distinction et ne la rendent pas catas­tro­phique et irréparable. Dans le passé, ces « ruptures » dans la communauté des fidè­les trouvaient remède dans de forts mouvements de masse qui déterminaient la forma­tion de nouveaux ordres religieux - ou étaient résumés dans cette formation - autour de fortes personnalités (saint Dominique, saint François).

Mais la Contre-Réforme a stérilisé ce pullulement de forces populaires : la Com­pa­gnie de Jésus est le dernier grand ordre religieux, d'origine réactionnaire et autori­tai­re, possédant un caractère répressif et « diplomatique », qui a marqué par sa nais­san­ce le durcissement de l'organisme catholique. Les nouveaux ordres qui ont surgi après ont une très faible signification « religieuse » et une grande signification « dis­ci­­pli­naire » sur la masse des fidèles, ce sont des ramifications et des tentacules de la Compa­gnie de Jésus, ou ils le sont devenus, instruments de « résistance » pour con­ser­ver les positions politiques acquises, et non forces rénovatrices de développement. Le catholicisme est devenu « jésuitisme ». Le modernisme n'a pas créé d' « ordre reli­gieux », mais un parti politique, la démocratie chrétienne.

La position de la philosophie de la praxis est l'antithèse de la position catholique : la philosophie de la praxis ne tend pas à maintenir les « simples » dans leur philoso­phie primitive du sens commun, mais au contraire à les amener à une conception supérieure de la vie. Si elle affirme l'exigence d'un contact entre les intellectuels et les simples, ce n'est pas pour limiter l'activité scientifique et pour maintenir une unité au bas niveau des masses, mais bien pour construire un bloc intellectuel-moral qui rende politiquement possible un progrès intellectuel de masse et pas seulement de quelques groupes restreints d'intellectuels.

L'homme de masse actif agit pratiquement, mais n'a pas une claire conscience thé­o­­rique de son action qui pourtant est une connaissance du monde, dans la mesure où il transforme le monde. Sa conscience théorique peut même être historiquement en op­po­­sition avec son action. On peut dire qu'il a deux consciences théoriques (ou une con­science contradictoire) : l'une qui est contenue implicitement dans son action et qui l'unit réellement à tous ses collaborateurs dans la transformation pratique de la réalité, l'autre superficiellement explicite ou verbale, qu'il a héritée du passé et ac­cueil­lie sans critique. Cette conception « verbale » n'est toutefois pas sans consé­quen­ces : elle renoue les liens avec un groupe social déterminé, influe sur la conduite mo­ra­le, sur l'orientation de la volonté, d'une façon plus ou moins énergique, qui peut atteindre un point où les contradictions de la conscience ne permettent aucune action, aucune décision, aucun choix, et engendrent un état de passivité morale et politique. La compréhension critique de soi-même se fait donc à travers une lutte « d'hégémo­nies » politiques, de directions opposées, d'abord dans le domaine de l'éthique, ensuite de la politique, pour atteindre à une élaboration supérieure de sa propre conscience du réel. La conscience d'être un élément d'une force hégémonique déterminée (c'est-à-dire la conscience politique) est la première étape pour arriver à une progressive auto-conscience où théorie et pratique finalement s'unissent. Même l'unité de la théorie et de la pratique n'est donc pas une donnée de fait mécanique, mais un devenir histori­que, qui a sa phase élémentaire et primitive dans le sentiment à peine instinctif de « dis­tinc­tion » et de « détachement », d'indépendance, et qui progresse jusqu'à la pos­ses­­sion réelle et complète d'une conception du monde cohérente et unitaire. Voilà pour­quoi il faut souligner comment le développement politique du concept d'hégé­monie  représente un grand progrès philosophique, en plus de son aspect politique pratique, parce qu'il entraîne et suppose nécessairement une unité intellectuelle et une éthique conforme à une conception du réel qui a dépassé le sens commun et qui est devenue, bien qu'à l'intérieur de limites encore étroites, critique.

Toutefois, dans les plus récents développements de la philosophie de la praxis, l'approfondissement du concept d'unité de la théorie et de la pratique n'en est encore qu'à une phase initiale : des restes de mécanisme demeurent, puisqu'on parle de théorie comme « complément », « accessoire » de la pratique, de théorie comme ser­vante de la pratique. Il semble juste que cette question doive elle aussi être posée his­to­ri­­quement, c'est-à-dire comme nu aspect de la question politique des intellec­tuels. Auto-conscience critique signifie historiquement et politiquement création d'une élite d'intellectuels : une masse humaine ne se « distingue pas et ne devient pas indépen­dante « d'elle-même », sans s'organiser (au sens large), et il n'y a pas d'organisation sans intellectuels, c'est-à-dire sans organisateurs et sans dirigeants, sans que l'aspect théorique du groupe théorie-pratique se distingue concrètement dans une couche de personnes « spécialisées » dans l'élaboration intellectuelle et philosophique. Mais ce processus de création des intellectuels est long, difficile, plein de contradictions, de marches eu avant et de retraites, de débandades et de regroupements, où la « fidélité » de la masse (et la fidélité et la discipline sont initialement la forme que prennent l'ad­hé­sion de la masse et sa collaboration au développement du phénomène culturel tout entier) est mise parfois à rude épreuve. Le processus de développement est lié à une dialectique intellectuels-masse ; la couche des intellectuels se développe quantitative­ment et qualitativement, mais tout bond vers une nouvelle « ampleur » et une nou­velle complexité de la couche des intellectuels, est lié à un mouvement analogue de la masse des simples, qui s'élève vers des niveaux supérieurs de culture et élargit en même temps le cercle de son influence, par des pointes individuelles ou même des groupes plus ou moins importants, en direction de la couche des intellectuels spécia­lisés. Mais dans le processus se répètent continuellement des moments où, entre masse et intellectuels (soit certains d'entre eux, soit un groupe) se produit un décro­chage, une perte de contact, et, par conséquent l'impression d' « accessoire », de com­plé­mentaire, de subordonné. Insister sur l'élément « pratique » du groupe théorie-pratique, après avoir scindé, séparé, et pas seulement distingué les deux éléments (opération purement mécanique et conventionnelle) signifie qu'on traverse une phase historique relativement primitive, une phase encore économique-corporative, où se transforme quantitativement le cadre général de la « structure » et où la qualité-super­structure adéquate s'apprête a surgir mais n'est pas encore organiquement formée. Il faut mettre en relief l'importance et la signification qu'ont, dans le monde moderne, les partis politiques dans l'élaboration et la diffusion des conceptions du monde, en tant qu'ils élaborent essentiellement l'éthique et la politique conformes à ces derniè­res, et qu'ils fonctionnent en somme comme des « expérimentateurs » historiques de ces conceptions. Les partis sélectionnent individuellement la masse agissante et la sélection se fait aussi bien dans le domaine pratique, que dans le domaine théorique et conjointement, avec un rapport d'autant plus étroit entre théorie et pratique, que la conception innove d'une manière plus vitale et radicale, et qu'elle se présente comme l'antagoniste des vieux modes de pensée. Ainsi peut-on dire que par les partis s'élabo­rent de nouvelles conceptions intellectuelles, intégrales et totalitaires, c'est-à-dire qu'ils sont le creuset de l'unification de la théorie et de la pratique, en tant que proces­sus historique réel, et on comprend combien est nécessaire que le parti se forme au moyen d'adhésions individuelles et non selon Je type « labour party », car il s'agit de diriger organiquement « toute la masse économiquement active », il s'agit de la diriger non pas selon de vieux schèmes, mais en innovant, et l'innovation ne peut prendre à ses débuts un caractère de masse que par l'intermédiaire d'une élite, pour qui la conception contenue implicitement dans l'activité humaine est déjà devenue, dans une certaine mesure, conscience actuelle cohérente et systématique, volonté ferme et précise.

Il est possible d'étudier une de ces phases dans la discussion au cours de laquelle se sont manifestés les plus récents développements de la philosophie de la praxis (discussion résumée dans un article de E. D. Mirski, collaborateur de la Cultura. On peut voir comment s'est fait le passage d'une conception mécaniste purement exté­rieure à une conception activiste, qui se rapproche davantage, comme on l'a observé, d'une juste compréhension de l'unité de la théorie et de la pratique, bien qu'on n'ait pas encore donné son sens plein à la synthèse. On peut observer comment l'élément déterministe, fataliste, mécaniste a été un « arôme » idéologique immédiat de la phi­lo­sophie de la praxis, une forme de religion et d'excitant (mais à la façon des stupé­fiants), que rendait nécessaire et que justifiait historiquement le caractère « subalterne » de couches sociales déterminées.

Quand on n'a pas l'initiative de la lutte et que la lutte même finit par s'identifier avec une série de défaites, le déterminisme mécanique devient une formidable force de résistance morale, de cohésion, de persévérance patiente et obstinée. « Je suis battu momentanément, mais à la longue la force des choses travaille pour moi, etc. » La volonté réelle se travestit en un acte de foi, en une certaine rationalité de l'histoire, en une forme empirique et primitive de finalisme passionné qui apparaît comme un subs­titut de la prédestination, de la providence, etc., des religions confessionnelles. Il faut insister sur le fait que même en ce cas, il existe réellement une forte activité de la volonté, une intervention directe sur la « force des choses », mais justement sous une forme implicite voilée, qui a honte d'elle-même, d'où les contradictions de la con­scien­ce dépourvue d'unité critique, etc. Mais quand le subalterne devient dirigeant` et responsable de l'activité économique de masse, le mécanisme se présente à un certain mo­ment comme un danger imminent, et on assiste à une révision de tout le système de pensée, parce qu'il s'est produit un changement dans le mode de vie social. Pour­quoi les limites de la « force des choses » et son empire deviennent-ils plus étroits ? C'est que, au fond, si le subalterne était hier une chose, il est aujourd'hui, non plus une chose mais une personne historique, un protagoniste ; s'il était hier irresponsable parce que « résistant » à une volonté étrangère, il se sent aujourd'hui responsable par­ce que non plus résistant mais agent et nécessairement actif et entreprenant. Mais avait-il été réellement hier simple « résistance », simple « chose », simple « irres­pon­sabilité ? » Certainement pas, et il convient au contraire de mettre en relief comment le fatalisme ne sert qu'à voiler la faiblesse d'une volonté active et réelle. Voilà pour­quoi il faut toujours démontrer la futilité du déterminisme mécanique, qui, explicable comme philosophie naïve de la masse, et, uniquement en tant que tel, élément intrin­sèque de force, devient, lorsqu'il est pris comme philosophie réfléchie et cohé­rente de la part des intellectuels, une source de passivité, d'autosuffisance imbécile ; et cela, sans attendre que le subalterne soit devenu dirigeant et responsable. Une partie, de la masse, même subalterne, est toujours dirigeante et responsable, et la philosophie de la partie précède toujours la philosophie du tout, non seulement comme anticipation théorique, mais comme nécessité actuelle.

Que la conception mécaniste ait été une religion de subalternes, c'est ce que mon­tre une analyse du développement de la religion chrétienne, qui, au cours d'une certai­ne période historique et dans des conditions historiques déterminées a été et continue d'être une « nécessité », une forme nécessaire de la volonté des masses po­pu­laires, une forme déterminée de la rationalité du monde et de la vie, et a fourni les cadres gé­né­raux de l'activité pratique réelle. Dans ce passage d'un article de Civiltà cattolica [Civi­lisation catholique] « Individualisme païen et individualisme chrétien » (fasc. du 5 mars 1932) cette fonction du christianisme me semble bien exprimée :
  
« La foi dans un avenir sûr, dans l'immortalité de l'âme destinée à la béatitude, dans la certitude de pouvoir arriver à la jouissance éternelle, a été l'élément moteur d'un travail intense de perfection intérieure et d'élévation spirituelle. C'est là que le véritable indivi­dualisme chrétien a trouvé l'élan qui l'a porté à ses victoires. Toutes les forces du chrétien ont été rassemblées autour de cette noble fin. Libéré des fluctuations spéculatives qui épuisent l'âme dans le doute, et éclairé par des principes immortels, l'homme a senti renaître ses espé­rances ; sûr qu'une force supérieure le soutenait dans sa lutte contre le mal, il se fit violence à lui-même et triompha du monde. »

Mais en ce cas également, c'est du christianisme naïf qu'on entend parler, non du christianisme jésuitisé, transformé en pur narcotique pour les masses populaires.

Mais la position du calvinisme, avec sa conception historique implacable de la prédestination et de la grâce, qui détermine une vaste expansion de l'esprit d'initiative (ou devient la forme de ce mouvement) est encore plus expressive et significative.

Pourquoi et comment se diffusent, en devenant populaires, les nouvelles concep­tions du monde ? Est-ce que dans ce processus de diffusion (qui est en même temps un processus de substitution à l'ancien et très souvent de combinaison entre l'ancien et le nouveau) influent (voir comment et dans quelle mesure) la forme rationnelle dans laquelle la nouvelle conception est exposée et présentée, l'autorité (dans la mesure où elle est reconnue et appréciée d'une façon au moins générique) de la personne qui ex­po­se et des savants et des penseurs sur lesquels elle s'appuie, le fait pour ceux qui soutiennent la nouvelle conception d'appartenir à la même organisation (après être toutefois entrés dans l'organisation pour un autre motif que celui de partager la nou­velle conception) ? En réalité, ces éléments varient suivant le groupe social et le niveau culturel du groupe considéré. Mais la recherche a surtout un intérêt en ce qui con­cerne les masses populaires, qui changent plus difficilement de conceptions, et qui ne les changent jamais, de toute façon, en les acceptant dans leur forme « pure », pour ainsi dire, mais seulement et toujours comme une combinaison plus ou moins hétéro­clite et bizarre. La forme rationnelle, logiquement cohérente, le caractère exhaustif du raisonnement qui ne néglige aucun argument pour ou contre qui ait quelque poids, ont leur importance, mais sont bien loin d'être décisifs ; mais ce sont des éléments qui peuvent être décisifs sur un plan secondaire, pour telle personne qui se trouve déjà dans des conditions de crise intellectuelle, qui flotte entre l'ancien et le nouveau, qui a perdu la foi dans l'ancien et ne s'est pas encore décidée pour le nouveau, etc.

C'est ce qu'on peut dire aussi de l'autorité des penseurs et des savants. Elle est très grande dans le peuple, mais il est vrai que toute conception a ses penseurs et ses savants à mettre en ligne et l'autorité est partagée ; il est en outre possible pour tout penseur de distinguer, de mettre en doute qu'il se soit vraiment exprimé de cette façon, etc. On peut conclure que le processus de diffusion des conceptions nouvelles se produit pour des raisons politiques, c'est-à-dire en dernière instance, sociales, mais que l'élément formel, de la cohérence logique, l'élément autorité et l'élément organisa­tion, ont dans ce processus une fonction très grande, immédiatement après que s'est produite l'orientation générale, aussi bien dans les individus pris isolément que dans les groupes nombreux. On peut ainsi conclure que dans les masses en tant que telles, la philosophie ne peut être vécue que comme une foi. Qu'on imagine, du reste, la position intellectuelle d'un homme du peuple ; les éléments de sa formation sont des opinions, des convictions, des critères de discrimination et des normes de conduite. Tout interlocuteur qui soutient un point de vue opposé au sien, s'il est intellectuelle­ment supérieur, sait présenter ses raisons mieux que lui, et lui clôt le bec « logi­que­ment », etc. ; l'homme du peuple devrait-il alors changer de convictions ? simplement parce que dans la discussion immédiate il ne sait pas se défendre ? Mais alors, il pour­rait lui arriver de devoir en changer une fois par jour, c'est-à-dire chaque fois qu'il rencontre un adversaire idéologique intellectuellement supérieur. Sur quels éléments se fonde donc sa philosophie ? Et surtout, sa philosophie dans la forme, qui a pour lui la plus grande importance, de norme de conduite ? L'élément le plus important est indubitablement de caractère non rationnel, de foi. Mais foi en qui et en quoi ? Avant tout, dans le groupe social auquel il appartient, dans la mesure où, d'une manière diffu­se, il pense les choses comme lui : l'homme du peuple pense qu'une masse si nombreuse ne peut se tromper ainsi, du tout au tout, comme voudraient le faire croire les arguments de l'adversaire ; qu'il n'est pas lui-même, c'est vrai, capable de soutenir et de développer ses propres raisons, comme l'adversaire les siennes, mais que dans son groupe, il y a des hommes qui sauraient le faire, et certes encore mieux que l'adversaire en question, et qu'il se rappelle en fait avoir entendu exposer, dans tous les détails, avec cohérence, de telle manière qu'il a été convaincu, les raisons de sa foi. Il ne se rappelle pas les raisons dans leur forme concrète, et il ne saurait pas les répéter, mais il sait qu'elles existent Parce qu'il les a entendu exposer et qu'elles l'ont convaincu. Le fait d'avoir été convaincu une fois d'une manière fulgurante est la raison permanente de la permanence de sa conviction, même si cette dernière ne sait plus retrouver ses propres arguments.

Mais ces considérations nous amènent à conclure à une extrême fragilité des con­vic­tions nouvelles des masses populaires, surtout si ces nouvelles convictions sont en opposition avec les convictions (même nouvelles) orthodoxes, socialement confor­mistes du point de vue des intérêts généraux des classes dominantes. On peut s'en persuader en réfléchissant à la fortune des religions et des églises. La religion ou telle église maintient la communauté des fidèles (à l'intérieur de certaines limites imposées par les nécessités du développement historique général) dans la mesure où elle entretient en permanence et par une organisation adéquate sa propre foi, en en répé­tant l'apologétique sans se lasser, en luttant à tout instant et toujours avec des argu­ments semblables, et en entretenant une hiérarchie d'intellectuels chargés de don­ner à la foi, au moins l'apparence de la dignité de la pensée. Chaque fois que la continuité des rapports entre Église et fidèles a été interrompue d'une manière violente, pour des raisons politiques, comme cela s'est passé pendant la Révolution française, les pertes subies par l’Église ont été incalculables, et, si les conditions difficiles pour l'exercice des pratiques relevant de la routine avaient été prolongées au-delà de certaines limites de temps, on peut penser que de telles pertes auraient été définitives, et qu'une nou­velle religion aurait surgi, comme elle a d'ailleurs surgi, en France, en se combinant avec l'ancien catholicisme. Ou en déduit des nécessités déterminées pour tout mouve­ment culturel qui se proposerait de remplacer le sens commun et les vieilles concep­tions du monde en général : 1. de ne jamais se fatiguer de répéter ses propres argu­ments (en en variant littérairement la forme) : la répétition est le moyen didactique le plus efficace pour agir sur la mentalité populaire ; 2. de travailler sans cesse à l'éléva­tion intellectuelle de couches populaires toujours plus larges, pour donner une personnalité à l'élément amorphe de masse, ce qui veut dire de travailler à susciter des élites d'intellectuels d'un type nouveau qui surgissent  directement de la masse tout en restant en contact avec elle pour devenir les « baleines » du corset. Cette seconde nécessité, si elle est satisfaite, est celle qui  réellement modifie le « panorama idéolo­gique » d'une époque. Et d'ailleurs ces élites ne peuvent se  constituer et se dévelop­per sans donner lieu à l'intérieur de leur groupe à une hiérarchisation suivant l'autorité et les compétences intellectuelles, hiérarchisation qui peut avoir à son sommet un grand philosophe individuel ; ce dernier toutefois, doit être capable de revivre concrè­tement les exigences de l'ensemble de la communauté idéologique, de comprendre qu'elle ne peut avoir l'agilité de mouvement propre à un cerveau individuel et par  conséquent d'élaborer la forme de la doctrine collective qui soit la plus adhérente et la plus adéquate aux modes de pensée d'un penseur collectif.

Il est évident qu'une construction de masse d'un tel genre ne peut advenir « arbi­trairement », autour d'une quelconque idéologie, par la volonté de construction (formelle) d'une personnalité ou d'un groupe qui se proposeraient ce but, poussés par le fanatisme de leurs convictions philosophiques ou religieuses. L'adhésion de masse à une idéologie ou la non-adhésion est la manière par laquelle se manifeste la critique réelle de la rationalité et de l'historicité des modes de pensée. Les constructions arbi­traires sont plus ou moins rapidement éliminées de la compétition historique, même si parfois, grâce à une combinaison de circonstances immédiates favorables, elles réussissent à jouir d'une relative popularité, alors que les constructions qui correspon­dent aux exigences d'une période historique complexe et organique finissent toujours par s'imposer et prévaloir, même si elles traversent nombre de phases intermédiaires, où elle ne peuvent s'affirmer qu'à travers des combinaisons plus ou moins bizarres et hétéroclites.

Ces développements posent de nombreux problèmes, dont les plus importants se résument dans le style et la qualité des rapports entre les diverses couches intellectu­ellement qualifiées, c'est-à-dire dans l'importance et dans la fonction que doit et peut avoir l'apport créateur des groupes supérieurs en liaison avec la capacité organique de discuter et de développer de nouveaux concepts critiques de la part des couches intellectuellement subordonnées. Il s'agit donc de fixer les limites de la liberté de discussion et de propagande, liberté qui ne doit pas être entendue dans le sens admi­nistratif et policier, mais dans le sens d'auto-limites que les dirigeants posent à leur propre activité ou bien, au sens propre, de définir l'orientation d'une politique cultu­relle. En d'autres termes : qui définira les « droits de la science » et les limites de la recherche scientifique et ces droits et ces limites pourront-ils être proprement définis ? Il paraît nécessaire que le lent travail de la recherche de vérités nouvelles et meilleu­res, de formulations plus cohérentes et plus claires des vérités elles-mêmes, soit laissé à la libre initiative de chaque savant, même s'ils remettent continuellement en discussion les principes mêmes qui paraissent les plus essentiels. Il ne sera du reste pas difficile de mettre en lumière le cas où de telles initiatives de discussion répon­dent à des motifs intéressés et n'ont pas un caractère scientifique. Il n'est, du reste, pas impossible de penser que les initiatives individuelles soient disciplinées et ordonnées, qu'elles passent à travers le crible des académies ou instituts culturels de tout genre et ne deviennent publiques qu'après avoir été sélectionnées, etc.

Il serait intéressant d'étudier concrètement, pour un pays particulier, l'organisation culturelle qui tient en mouvement le monde idéologique et d'en examiner le fonc­tionne­ment. Une étude du rapport numérique entre le personnel qui professionnelle­ment se consacre au travail actif culturel et la population des différents pays serait également utile, avec un calcul approximatif des forces libres. Dans chaque pays c'est l'école dans tous ses degrés, et l’Église, qui sont les deux plus grandes organisations culturelles, par le nombre du personnel occupé. Les journaux, les revues et l'activité libraire, les institutions scolaires privées, soit qu'elles complètent l'école d'État, soit qu'elles jouent le rôle d'institutions de culture du type universités populaires. D'autres professions incorporent dans leur activité spécialisée une fraction culturelle qui n'est pas indifférente, comme celle des médecins, des officiers de l'armée, de la magis­trature. Mais il faut noter que dans tous les pays, encore que dans une mesure diver­se, existe une grande coupure entre les masses populaires et les groupes intellectuels, même les plus nombreux et les plus proches de la masse nationale, comme les instituteurs et les prêtres ; et que cela se produit parce que, même là où les gouver­nants affirment le contraire en paroles, l'État comme tel n'a pas une conception unitaire, cohérente et homogène, ce qui fait que les groupes intellectuels sont disper­sés entre une couche et l'autre et dans les limites d'une même couche. L'Université, quelques pays mis à part, n'exerce aucune fonction unificatrice ; souvent un penseur libre a plus d'influence que toute l'institution universitaire etc.

A propos de la fonction historique remplie par la conception fataliste de la philo­so­phie de la praxis, on pourrait en faire un éloge funèbre, en demandant qu'on recon­naisse son utilité pour une certaine période historique, mais en soutenant, et pour cette raison précise, la nécessité de l'enterrer avec tous les honneurs qui lui sont dus. On pourrait en réalité comparer sa fonction à celle de la théorie de la grâce et de la pré­des­tination pour les débuts du monde moderne, théorie qui toutefois atteint son apogée dans la philosophie classique allemande et sa conception de la liberté com­me conscience de la nécessité. Elle a été un doublet populaire du cri « Dieu le veut », mais pourtant, même sur ce plan primitif et élémentaire, elle marquait le début d'une conception plus moderne et plus féconde que celle contenue dans « Dieu le veut », ou dans la théorie de la grâce. Est-il possible que « formellement», une nouvelle concep­tion se présente sous un aspect autre que l'aspect grossier et confus d'une plèbe ? Et toutefois l'historien, quand il a les perspectives nécessaires, réussit à préciser et à comprendre que les débuts d'un monde nouveau, toujours âpres et caillouteux, sont supérieurs au déclin d'un monde agonisant et aux « chants du cygne » qu'il produit dans son agonie.


Antonio Gramsci, Les Cahiers de la Prison